
Recientemente me hicieron una entrevista sobre la Vida Religiosa, la última pregunta me tomó por sorpresa porque no estaba relacionada con el tema del cual estábamos hablando: ¿qué consejo le darías a Adriana joven? Debo confesar que mi respuesta me sorprendió aún más y fue algo así como: “al pasar el tiempo te irás dando cuenta de que las personas a tu alrededor imponen demasiadas expectativas y quieren verte actuar de determinada manera. Va a ser muy difícil permanecer fiel a ti misma pero siempre lucha por ello porque vale la pena.” Cuando miro hacia atrás puedo identificar el momento exacto en que esto se convirtió en un valor no negociable para mí.
Pocos meses antes de hacer mis primeros votos, sentía mucha preocupación por confirmar si había logrado la meta del noviciado de crecer en intimidad con Cristo, tal como indican las Constituciones de mi Congregación. El problema fue que, tras escuchar tantas veces por parte de muchas diferentes personas que el objetivo era enamorarme de Jesús, yo me había hecho una idea de cómo tenía que verse esto y no me atrevía a expresar mi forma de entender la intimidad con Cristo. Hubo dos personas que en el momento me ayudaron a confirmar mi intuición de que la relación de cada persona con Dios es tan diferente y tan auténtica como la misma persona. Comprender esto a fondo fue tan liberador que se volvió esencial en mi búsqueda personal en diferentes dimensiones.
Hoy, quiero agradecer al Papa Francisco porque me ha recordado y ha hecho comprender la conexión entre este y otro de los valores que fueron esenciales para mí al inicio de mi Vida Religiosa, pero del cual, después me olvidé: el llamado a la santidad. Tantas veces contemplé, al rezar la Liturgia de las Horas, con ilusión que fui elegida para ser “santa e irreprochable ante él por el amor,” (Ef 1,4) pero esto fue perdiendo impacto con el tiempo. Recordando que el Concilio Vaticano II nos llama a la santidad a “cada uno por su camino,” Francisco nos invita a no querer tratar de copiar ejemplos de santidad porque esto incluso podría separarnos del “camino único y diferente” que Dios ha pensado para cada quien. La llamada es a discernir la manera en que cada persona puede sacar a la luz “aquello tan personal que Dios ha puesto” en ella. (GE, 11) Francisco vuelve a insistir, más adelante, en la importancia de que cada persona crezca “hacia ese proyecto único e irrepetible que Dios ha querido” y para el cual nos ha elegido. (GE, 13) Dios tiene un mensaje importante que decir al mundo a través de cada persona, en la medida en que lo vayamos descubriendo, lo vamos a ir transmitiendo con nuestra vida diaria de manera más fiel. (GE, 24)
Una vez descubierto nuestro llamado personal, hay que comprometerlo a la búsqueda de la justicia, a la construcción del Reino. Es indispensable seguir profundizándolo, purificándolo, actualizándolo. Así, en medio del riesgo que conlleva poner en práctica las bienaventuranzas y de las dificultades de hacer vida las obras de misericordia, comprometiéndonos de lleno al seguimiento de Jesús, podremos alegrarnos y regocijarnos. (Cf. Mt 5, 12)
Hoy vuelvo a comprometerme conmigo misma, con Dios y con su pueblo a privilegiar la búsqueda de mi más auténtico yo, en continuo crecimiento, desde donde relacionarme y actuar, porque solo así podré mantenerme fiel a mi llamado personal a la santidad. Solo así mi vida, y mi consagración, serán un verdadero don para el mundo. De la misma manera, me comprometo nuevamente a trabajar con quienes me rodean para ayudarlas a encontrar ese personal proyecto de Dios en sus vidas, para que desde su opción de vida, sean también verdadero don para el mundo. Esta es la forma más sencilla y, a la vez, más compleja de caminar hacia la santidad, que además de ser un llamado de Dios, es verdaderamente urgente en nuestro mundo.