Colapso de la injusticia racial sistémica en los Estados Unidos
Nsukka, el lugar donde me crie, es una ciudad universitaria con un toque internacional, ubicada en la región este de Nigeria, en el estado de Enugu. Cuando era niña, mi familia y yo éramos feligreses de la Capellanía de San Pedro, dentro de la universidad. En un servicio religioso normal, era fácil encontrar gente de América, Asia y Europa relacionada con la universidad. Menciono esto porque, incluso antes de llegar a los Estados Unidos, había visto personas de distintas razas y orígenes étnicos, y había asistido a clase y rendido culto con ellas. Ya entonces, considerábamos blancos a cualquiera que no fuera de piel oscura como nosotros. De niña, no “veía” las variaciones de color entre la gente de ascendencia europea o asiática. Para nosotros, todas eran “personas blancas”, ndi ocha u oyibos, como solíamos llamarlas. Mis padres me enseñaron a respetar a todas las personas, sin importar su color, religión e idioma.
En las primeras semanas después de llegar a los Estados Unidos hace 18 años, tuve mi primera experiencia racial. Vivía en el vecindario Bryn Mawr de Filadelfia, Pensilvania, y las hermanas con las que residía tenían una tienda de artículos de segunda mano administrada por la comunidad, a la cual fui asignada para ayudar, sobre todo mientras me integraba a la sociedad estadounidense, aprendía cómo “funcionaba” el dinero aquí y comenzaba a relacionarme con la comunidad. Fue en la tienda donde tuve ese encuentro y, cuando les conté lo sucedido a las hermanas en casa, me hicieron darme cuenta de que las palabras con que esa señora blanca me trató eran racistas.
Después de esa experiencia, he tenido otras en mi vida y mi ministerio, en particular, en mi profesión como trabajadora social y psicoterapeuta. Un encuentro muy reciente que podría contarles fue con un paciente nuevo que me enviaron para terapia. Durante el primer contacto telefónico con esta persona, detecté algunas de estas señales identificativas: era un hombre blanco, entre los 45 y 50 años, quien no solo verificó mi formación y experiencia en esa primera llamada, sino que además me aclaró que “solo” iba a acudir a la primera reunión conmigo para ver si esta iba a funcionar, dado que no sabía cuál era “mi ascendencia por teléfono”. Tengan en cuenta que, para entonces, ya había obtenido mis títulos en los Estados Unidos y había vivido aquí casi veinte años. Y la verdad es que esta no era la primera vez que alguna persona me cuestionaba negativamente debido a mi origen. Todos estos incidentes que les relato dan testimonio de la supremacía blanca que existe en los Estados Unidos.
En las últimas semanas, las protestas han intensificado la conciencia de la injusticia y el racismo sistémico que soportan las personas de color, especialmente los negros. Me pregunto por qué se siguen perpetrando, a manos de la policía, asesinatos brutales e incesantes de personas negras, nuestros hermanos, aun cuando es frecuente que estas muertes no pasen desapercibidas. Como inmigrante, puedo afirmar que recibo una dosis doble de esa injusticia, y no ayuda saber que mis hermanos y hermanas que fueron atrapados, capturados, esclavizados y enviados a una tierra desconocida en contra de su voluntad, han vivido con esta realidad toda su vida. Hay que poner freno al trato de ser “menos que los demás” o de “no ser suficientemente humanos”.
En mi congregación religiosa, como en muchas otras, soy una de las únicas dos hermanas negras, y esto hace inevitable la pregunta: ¿a qué se debe? En nuestro ambiente católico, el margen entre el número de católicos blancos y católicos negros es muy amplio, y me pregunto por qué. A veces (en realidad, muchas veces), me siento muy sola de ser la única con mi cultura y mi punto de vista entre los blancos. Un pecado es un pecado; un agravio es un agravio; el silencio es complicidad. El silencio de los blancos equivale a violencia. ¿Se han preguntado por qué me siento incómoda al denunciar la maldad del racismo y la injusticia generalizada en los Estados Unidos? Como personas con conciencia, ¿de qué manera pueden contribuir, incluso modestamente, a frenar el racismo y la injusticia sistémica en su entorno? Sí, siempre pueden decir: “No fui yo quien inició esto”, pero recuerden: el silencio es complicidad. Y como cristianos y como católicos, deben preguntarse: “¿Qué haría o qué diría Jesús?” ¿Han sido testigos de algún sistema que promueve la erradicación de las personas negras en la Iglesia, y cómo pueden participar en el colapso de ese sistema? Por ejemplo, en la vocación sacerdotal o en las congregaciones religiosas, ¿cuántos negros hay? Y aunque es probable que no se sientan llamados a esa forma de vida, ¿pueden crear conciencia acerca de la falta de personas negras en esta vocación, de manera que se vuelva un tema incómodo y motive a los líderes a ponerse en acción? ¿Pueden ser antirracistas de manera proactiva?