Cuando comenzamos el tiempo de Cuaresma el 26 de febrero, no podíamos ni imaginar la transformación que estábamos por vivir. Lo que empezó para mí, como capellán de un hospital, haciendo la señal de la cruz en la frente de cientos de personas el Miércoles de Ceniza, terminó con la imposibilidad de tocar ni siquiera a las personas queridas con las que vivo. También escuchamos las palabras del profeta Joel, “Desgarren su corazón y no sus vestiduras” (Joel 2:13 NIV), que acabaron siendo “Desgarren su corazón y sus vestiduras”. Cada día al llegar a casa, prácticamente tengo que arrancarme la ropa, lo más rápido posible, ponerla en la secadora, luego en la lavadora y de nuevo en la secadora. Todo esto lo hago para asegurarme de que no haya nada vivo ni activo en esas prendas.
Ese tiempo nos invitaba a orar, a abandonar las cosas que más nos gustan y a ser generosos. La enfermedad del coronavirus llegó y convirtió la invitación en un mandato, transformando literalmente todo lo que nos rodea en un desierto. Los patios de juegos se vaciaron, al igual que los parques, centros comerciales, calles, carreteras, aeropuertos y hasta las iglesias. Nuestra gran tentación en este desierto fue acumular papel higiénico.
Nos vimos obligados a entrar en nuestro “rincón interior”. En todo el mundo, se insistió en que la gente se “quedara en casa” y no saliera a la calle para salvar vidas. Lo que empezó como una orientación espiritual, la pandemia de COVID-19 la transformó en una desorientación humana.
Los únicos lugares concurridos, e incluso abarrotados, eran los hospitales. Las personas a quienes no se les permitía “quedarse en casa” eran los trabajadores de la salud. El personal de emergencia, los médicos, enfermeros, técnicos, el personal de laboratorio, limpieza, mantenimiento, alimentación y nutrición y los capellanes, todos eran necesarios y debían presentarse a trabajar. Para nosotros, el hospital se convirtió en el lugar donde la Cuaresma se practicaba a cada momento. Rezamos mucho; renunciamos a lo que más nos gustaba, así como a nuestras comunidades y familias; y se vio en todos una generosidad increíble con los demás, al punto de que muchos arriesgaban su propia vida para cuidar y salvar a otros. Nuestra misión se hizo tan real como la misión de Jesús.
Hubo momentos en que cada semana parecía una Semana Santa muy larga. Los pacientes se sentían abandonados cuando estaban aislados, ya que no se permitió la entrada de visitantes a los hospitales, solo en circunstancias extremas. En una de mis visitas, un paciente enfermo de cáncer terminal me dijo: “No es el cáncer lo que me está matando, sino la soledad”. Otra paciente con un diagnóstico reciente de cáncer me contó: “No me di cuenta de cuánto me haría falta un abrazo o un beso de mi familia... Espero con ansias a que llegue ese día”. Muchas veces, el personal parecía estar en una “agonía” similar a la de Jesús en Getsemaní, porque temían por su vida. Llegué a ver a los trabajadores deshacerse en “sollozos y lágrimas”. Un día, una asistente de cuidados personales y gran amiga mía se estaba yendo a su casa y me fijé que estaba tratando de contener las lágrimas. Cuando le pregunté qué ocurría, me contó que su único hijo había estado en la sala de urgencias unos días antes por un ataque de asma; le aterraba pensar que ella podía “llevar el virus” a casa y contagiar al niño. Es madre soltera y los recursos de apoyo que le permiten cuidar a su hijo son muy reducidos.
Yo también sentí el temor. Por dos noches consecutivas, tuve pesadillas en las que soñé que me perseguían. Me despertaba cada dos horas. Sentía como si me estuvieran quitando mi “indumentaria de la fe” y quedaba tan vulnerable como mis colegas y pacientes. La segunda noche, desperté recordando las palabras de Catalina de Siena: “Vísteme, vísteme de ti, Verdad eterna”. A partir de ese día, esas palabras se convirtieron en mi oración matutina cuando salgo de casa para dirigirme al hospital.
A pesar de que la Cuaresma y la Semana Santa ya pasaron, y de que estamos viviendo el tiempo de Pascua, seguimos todavía en medio del duelo y el sufrimiento. A algunos de nosotros nos aflige pensar en nuestra vida antes de la COVID-19; otros lloran la pérdida de sus seres queridos durante esta pandemia. A veces se siente como si la Pascua no hubiera llegado, pero no estamos solos en estos momentos. Los discípulos tardaron cincuenta días en entender plenamente la resurrección de Jesús como el Cristo. Jesús hizo varios intentos de aliviar el temor de sus discípulos, y los saludaba una y otra vez con las palabras “No teman”. Ni yo ni nadie sabe cuánto tiempo necesitaremos para superar el miedo y volver a abrazar plenamente la esperanza de un nuevo comienzo y una nueva vida. Creo que la experiencia de los discípulos puede ser un punto de partida. El papa Francisco dijo en la noche de la Vigilia Pascual: “Cristo, nuestra esperanza, ha resucitado”. Creamos y regocijémonos en esta promesa. ¿Me acompañan?
