
Yo soy Mexicana originalmente. En 1988, elegí la vida religiosa como vocación cuando me uní a las Misioneras Guadalupanas del Espíritu Santo. He trabajado en ministerios diversos en todos los Estados Unidos, pero mi tarea más difícil ha sido trabajar en los servicios sociales aquí en Alabama, donde los hispanos y los católicos son minorías.
En agosto del 2010, comencé mi ministerio en los servicios sociales, y las bendiciones que he recibido sirviendo a esta comunidad han sido innumerables. Al principio, no estaba segura del tipo de trabajo que se suponía que debía hacer. Durante mi entrevista para este puesto, mi jefe me hizo una pregunta muy acertada: “¿Amas a los más pobres?”.
Mi respuesta fue, desde luego, “Sí, los amo”, y me contrató.
Mi respuesta sigue siendo “Sí, los amo”. Todos los días, de camino al trabajo, hago mentalmente los planes de la jornada. Sin embargo, a medida que se presentan las carencias de los más pobres, mis planes quedan de lado y doy prioridad a las necesidades que surgen. He aprendido a eliminar las estructuras y los métodos preconcebidos que exigían mis puestos anteriores porque, en La Casita, cada día es diferente; es una aventura llena de sorpresas. Todavía sigo aprendiendo a ser flexible y a permitir que Dios haga su trabajo porque, a fin de cuentas, Él es quien está a cargo.
Doy gracias a Dios por la oportunidad que me ha concedido de servirle ayudando a las personas más vulnerables aquí en Alabama. La gente acude a La Casita en busca de ayuda económica para cubrir sus necesidades básicas pero, sobre todo, vienen con la esperanza de que alguien les escuche con compasión y bondad porque han sufrido mucha discriminación. Debido a que no hablan el idioma, no tienen los documentos requeridos y desconocen el sistema estadounidense, los inmigrantes locales se encuentran en una situación muy difícil cuando salen a buscar trabajo.
Su sufrimiento los hace más tolerantes, y eso les ayuda a sobrevivir en este país. Yo los admiro porque, a pesar de sus dificultades, no han perdido la esperanza ni la fe. Son ellos quienes me enseñan a mí y me hacen ver su realidad con ojos nuevos. Ahora, tanto ellos como yo sabemos que las cosas van a mejorar.
A veces, busco a Dios en la iglesia, en mi vida de oración personal, en la Biblia, en la naturaleza, pero Él me sigue mostrando que está presente en la gente pobre y humilde que me saluda todos los días. Me da el don de tener un encuentro con Él en cada persona que llega a pedir ayuda. Tristemente, a veces estoy demasiado ocupada para darme cuenta de esto.
Con la experiencia, he aprendido que no es suficiente darle a alguien un pescado, sino que necesitamos enseñarle a pescar. Para mejorar la dignidad y calidad de vida de estas personas, abrimos un Programa de inmigración y un Programa de educación para adultos conjuntamente con el Consulado mexicano. Estos programas ofrecen al inmigrante la oportunidad de terminar la educación que no pudieron completar en su propio país debido a que vinieron a los Estados Unidos en busca de mejores oportunidades para ellos mismos y sus familias. Estas oportunidades de instrucción han cubierto algunas de las necesidades que descubrimos. La educación, acompañada de la fe en Dios, es una respuesta más para mejorar sus vidas.
Otra experiencia formativa para mí ha sido trabajar con equipos de otras denominaciones y de organizaciones sociales diversas en la lucha por los derechos humanos, en especial, después de la Ley HB56 contra la inmigración. Juntos, tenemos más visibilidad y una voz más poderosa para apoyar y defender la dignidad de cada persona.
Mi trabajo en La Casita me ha dado mucha felicidad. Dios ha sido muy bondadoso conmigo y con las personas a las que atiendo ahí. No estamos solos. Hay muchos voluntarios y amigos que donan su tiempo para ayudarnos a que el Reino de Dios sea una realidad por medio de nuestros servicios a esta comunidad.