
Tardé mucho en responder a mi vocación, aun cuando supe cuál era esta desde temprana edad. Crecer después del Concilio Vaticano II significó que la mayoría de mis ideas sobre las hermanas provenía de la cultura popular, y no de verdaderas religiosas. Con el tiempo, me había hecho una idea de en qué consistía ser una hermana y no me imaginaba que yo pudiera estaba a la altura de esa idea. Así seguí adelante con mi vida hasta que sucedió lo inevitable e ingresé a la orden de las hermanas Maryknoll.
Estaba muy segura de que tenía algo que ofrecer al mundo y, lo que más me atraía era trabajar con los más pobres, lo cual significaba dejar los Estados Unidos e irme de misionera a Camboya. Y esto fue lo que contribuyó a mi crisis de fe: no mi fe en Dios en realidad, sino en mi interpretación de su plan. ¿En qué estaba pensando Dios? O más bien, ¿qué es lo que hice?
La idea de que podría estar equivocada me empezó a fastidiar durante el noviciado y es una carga pesada ahora en mi preparación a la transición al ministerio a tiempo completo. Los últimos ocho meses, me he estado capacitando en el idioma. El aprendizaje comenzó bastante prometedor; sin embargo, aunque me puedo expresar en jemer (porque siempre me ha gustado hablar), entiendo muy poco de lo que la gente me dice. El mes próximo, voy a la frontera entre Camboya y Tailandia para trabajar en el Centro de asistencia al migrante como mi curso de inmersión en el idioma. Me aterra no tener la habilidad del idioma para hacer bien mi trabajo.
Esa es mi cruz, porque siempre he sido una persona dinámica. Pienso en lo competente que era en mi propia cultura, y en que probablemente podría haber elegido decenas de ministerios y ser eficiente desde el principio. Pero en este, me siento deficiente: el idioma, la cultura, la manera en que se hacen las cosas y quién las hace me resulta, literalmente, ajeno. Nunca había tenido una experiencia de humildad como esta durante mi rutina diaria. Todo lo que puedo ofrecer a esta gente es mi amor y mi presencia, algo en lo que antes no había reflexionado mucho. Y esta es la parte más vulnerable de ser misionera: no es el calor ni la enfermedad ni la soledad, sino mostrarse una tal cual es, no lo que haces.
El idioma ya llegará, y el ministerio tomará su rumbo (no soy la primera en intentarlo). La idea de que no puedo hacer nada para cambiar el mundo no es otra cosa que creer que soy el centro del universo, tanto como creer que sí lo cambiaría. Porque no se trata de mí, sino de ellos y de Dios. Yo solo puedo ofrecer todo lo que tengo, y confiar en que será suficiente.
Mara D. Rutten, MM