
Desde que quedó clara la magnitud de la pandemia de COVID-19 a mediados de marzo, he estado batallando con una pregunta: ¿Qué puedo hacer para cambiar la situación? Al parecer, ahora me planteo la misma pregunta, pero no solo acerca de la COVID. En el verano, con esas multitudes que protestaban por los asesinatos de George Floyd, Breonna Taylor y muchas otras personas de color que han sido víctimas de la violencia racial, me preguntaba: ¿Qué puedo hacer? Con los incendios que arrasan miles de acres en California y Oregón, me pregunto: ¿Qué puedo hacer? Ante la hostilidad y el partidismo dentro de nuestro país y nuestra Iglesia, me pregunto: ¿Qué puedo hacer?
En medio de tanto caos y desintegración, es difícil no sentirse indefenso y descorazonado. Es tentador pensar que la única manera de lograr un cambio es ser un político, un líder del Gobierno, un trabajador de la salud o un multimillonario. A pesar de que estas personas pueden ciertamente influir y lo hacen (para bien o para mal), no soy ninguna de ellas. Pero eso no significa que no pueda marcar una diferencia.
Solemos olvidar que estos sucesos importantes son el resultado de millones de decisiones pequeñas que tomamos: no usar una mascarilla aumenta la propagación de la COVID; permanecer callados ante la injusticia racial perpetúa el racismo sistémico y mortífero; consumir gasolina sin medida y comer carnes rojas despreocupadamente en cada comida contribuye al calentamiento de la atmósfera de la Tierra y hace más probables y frecuentes los incendios infernales de la costa oeste.
Esas decisiones pequeñas podrían parecer insuficientes; su repercusión no se ve inmediatamente. Pero en conjunto, sí logran un impacto. A la luz de esta realidad, creo que un buen eslogan en estos momentos es “enfocarnos en lo que sí podemos hacer, no en lo que no podemos”. No puedo gastar miles de millones de dólares en investigaciones sobre el cambio climático, pero puedo optar por usar mi vehículo con menos frecuencia, comer alimentos de los niveles inferiores de la pirámide alimentaria y consumir menos plástico. No puedo curar la COVID, ni tratar a los enfermos de esta pandemia, pero puedo usar una mascarilla obedientemente. Tampoco puedo sanar yo sola la profunda herida del racismo en los Estados Unidos, pero puedo educarme y educar a otros sobre la realidad del privilegio de los blancos y la violencia racial, y ser activamente antirracista.
Este eslogan, “enfocarnos en lo que sí podemos hacer, no en lo que no podemos”, también me sirve en mi vida ministerial.
Cuando reflexiono acerca del trabajo que hago para el North American Center for Marianist Studies (NACMS), que consiste en estudiar y educar a otros sobre el carisma marianista y los fundadores marianistas, siento que mi labor es más urgente que nunca.
La familia marianista (hermanos, sacerdotes, hermanas y laicos) fue fundada después de la mayor crisis que Europa del Este y la Iglesia católica romana habían enfrentado desde la Reforma: la Revolución francesa. Como estudiante de ese período de la historia, es fácil detectar la similitud entre esa época y la nuestra: la agitación política y social, la realidad constante de la muerte debido a la violencia y el hambre, la separación de los católicos laicos del culto público y la comunión de la Iglesia. Sin embargo, cuando estudio lo que los fundadores marianistas hicieron cuando terminó la Revolución francesa, llego de nuevo a la misma conclusión: se enfocaron en lo que podían hacer, no en lo que no podían. No podían restablecer la libertad religiosa en Francia, pero podían reunir a personas en pequeñas comunidades de fe para reconstruir la Iglesia poco a poco. No podían erradicar la pobreza, pero podían alimentar a los pobres con lo que tenían a su alcance. No podían frenar la violencia, pero podían practicar el pacifismo en sus relaciones.
En los últimos seis meses, a través de Zoom y a veces en persona (con mascarillas y respetando el distanciamiento físico), he podido comunicar la historia de la fundación marianista a una variedad de personas en la familia marianista y en escuelas marianistas. Mi deseo es que quienes escuchen esta historia se sientan tanto interpelados como reconfortados en estos momentos difíciles por aquellos en cuyos hombros nos apoyamos. Les he pedido a esas personas que reflexionen sobre la misma pregunta que me suelo hacer, pero que lo hagan desde un lugar de esperanza y posibilidades, no de exasperación: “¿Qué puedo hacer?”.