
El fin de semana del 12 al 15 de abril, asistí a una Convocación a la formación en Chicago con mi comunidad, las hermanas Felicianas. Me reuní ahí con 51 de nuestras hermanas, algunas de ellas en puestos de liderazgo y otras en distintas etapas de formación. Lo que yo pensaba que sería una reunión resultó ser un retiro comunitario en el que reflexionamos sobre la formación que se centra en una relación con Dios. Participamos personalmente en grupos pequeños, pero también se planificaron actividades que facilitaron debates profundos en grupo. En uno de ellos, instructoras y participantes analizaron por turnos sus respuestas a las preguntas de reflexión acerca del proceso de formación actual. Las hermanas que escuchaban se conmovieron con los relatos personales de las hermanas en las primeras etapas de formación y, a su vez, las hermanas que relataban se emocionaron con el amor y el apoyo que percibieron, ya que confiaban en que lo que decían sería aceptado con amor y respeto. Para todos, fue una experiencia de sentirnos en compañía.
Yo formé parte de un panel para analizar de qué manera nuestra vida en familia nos ofreció una experiencia trascendental. Yo había aceptado la invitación para responder a esta pregunta en presencia de la comunidad, a pesar de que mi niñez me dejó una imagen más deformada que trascendental de Dios y de la Iglesia católica. En mi historia hay divorcio, ira y sentimientos heridos, un catolicismo no practicado y todos los problemas que se derivan de esto. Antes de la Convocación, reflexioné en el tema por una semana, pero llegué a Chicago sin estar segura de lo que diría a mis hermanas.
El día del panel, la coordinadora relató su experiencia personal acerca de la manera en que sus padres y su niñez influyeron en su imagen de Dios. Para ese momento del fin de semana, no había duda de que el Espíritu Santo estaba entre nosotras. Podía sentir el amor en la sala, y eso calmó mis temores. Me estaba abriendo a la presencia de Dios entre nosotras, especialmente en los corazones de mis hermanas. Relaté mi historia junto con las demás integrantes del panel, sin filtrar ni ocultar nada. Mientras hablaba, podía sentir el apoyo y el ánimo que me daban mis hermanas, y supe que mi relato era recibido con amor. Más tarde, varias se acercaron para agradecerme, y me alegré de haber compartido mi historia. Ser vulnerable implica un riesgo, pero fue una bendición recibir su amor de hermanas.
Al concluir el fin de semana, reflexionamos sobre la experiencia, y coincidimos en que la sinceridad y la vulnerabilidad de hablar con confianza habían sido recibidas con atención profunda y aceptación afectuosa. Fueron días de autenticidad y crecimiento que colmaron nuestro espíritu. Muchas de nosotras observamos la diferencia entre lo que había ocurrido ahí y nuestra vida diaria en los conventos, y expresamos nuestras conclusiones: ¿Por qué no nos damos a conocer? ¡Qué poco nos conocemos entre nosotras! Nos propusimos metas espirituales: Sé vulnerable. Recibe con respeto lo que las demás comunican. Narra tu historia. Profundiza en las conversaciones diarias.
Yo también me propuse una meta: Recordar que me había comunicado abiertamente y el amor con que fue recibido mi mensaje.